1. La incorporación de los delitos societarios al texto del Código Penal de 1995 (artículos 290 a 297) supuso un salto cualitativo a la hora de combatir diversos comportamientos vinculados al ámbito empresarial que hasta la fecha sólo encontraban protección a través de otros cauces menos «agresivos» —fundamentalmente, la vía impugnatoria de acuerdos sociales prevista en nuestra legislación mercantil (art. 204 Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, que aprueba el Texto Refundido de la Ley de Sociedades de Capital (en adelante LSC)—.
2. Si observamos los vaivenes que experimentó la tramitación parlamentaria de estos preceptos —y, en especial, el que centra el objeto de este trabajo—, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que su inclusión contó con amplio consenso por parte de la mayoría de los grupos parlamentarios de la época (1) , que veían en estas nuevas disposiciones la oportunidad de proteger el recto proceder del tráfico empresarial. Consenso que se ha mantenido, ya que la realidad es que su redacción ha permanecido inalterada hasta la fecha —a salvo, claro está, de la reubicación sistemática de la tan conflictiva conducta de administración desleal del antiguo artículo 295 CP y de la introducción de mínimos retoques en la redacción de los supuestos de legitimación activa reconocidos al Ministerio Fiscal para actuar de oficio en la persecución de estos delitos (art. 296 CP)—.
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